Fundación Casa de México en España presenta su décima edición de Punto de Foco celebrando la figura y el recorrido de Alonso Ruizpalacios.
Programa completo:
21 de noviembre y 05 de diciembre| 19:00h
22 y 30 de noviembre | 19:00h
23 de noviembre | 19:00h
Encuentro magistral seguido por El último canto del pájaro cú
28 de noviembre | 19:00h
29 de noviembre | 19:00h | Con Alonso Ruizpalacios
Los caifanes | Carta blanca al director
07 de diciembre | 19:00h
Hay un instante que, como la vida y sus vueltas, reaparece en las películas de Alonso Ruizpalacios: dos personajes -o tres o cuatro, nunca en soledad- comparten el espacio apretujado de un vehículo en marcha. Puede ser una patrulla policíaca o un Atlantic destartalado, una camioneta blindada de valores o un Wolkswagen que en 1985 da vueltas sin rumbo por Ciudad Satélite. En cualquier caso, ahí, entre el volante y el maletero, entre cintas de casette con blues oxidado o el sonido crujiente de walkie talkies, los personajes de Ruizpalacios miran al vacío, comparten el silencio y de pronto, en un instante, se transforman. Crecen. Descubren algo sobre sí y sus compañeros de viaje: se saben libres o vencidos, valientes o cobardes, pero humanos.
Para un artista formado en el espacio breve y acotado del proscenio teatral, Alonso Ruizpalacios es un narrador puro del movimiento y la travesía. Quizá por ahí cruce su vena teatral, que en la pantalla de cine se convierte en impulso por recorrer geografías y paisajes. Sin embargo, en sus dos miniaturas debutantes, Café paraíso (2008) y El último canto del pájaro Cú (2010), son dos espacios de claustrofobia innata como la cocina de un restaurante y un pabellón hospitalario las jaulas los que permiten a sus personajes reventar, fluir como agua e inundarlo todo: uno está a punto de renunciar, otro a punto de morir; en ambos casos, la catarsis alcanza a la audiencia. La cocina volverá al primer espacio, años después, para expandir esa idea hasta que en ella quepa un universo entero.
Incluso para una urbe construida sobre los sedimentos de ríos, canales y una laguna, en la Ciudad de México afloran las metáforas acuíferas como en ninguna otra: flujo vehicular, ríos de gente, mar de asfalto. Los personajes de Güeros (2014), empantanados por la quietud de una huelga estudiantil en los años noventa, deciden -como en un western en tiempos del walkman- vengar la promesa pendiente del padre muerto: buscar al último forajido, el trovador de blues cuya leyenda se perdió en el desierto. La ciudad que recorren es hostil, melancólica, brava, inolvidable; en el fondo los cuatro saben que toda búsqueda es, a la vez, huida y llegada, que se hace camino al andar.
Rodada en unas nueve semanas con equipo mínimo y espíritu de guerrilla, Güeros fue canto de cisne, con medio siglo mediante, para la Nouvelle Vague que el cine mexicano no llegó a tener y terminó por ser un refugio generacional para la juventud mexicana que transitó entre dos siglos para descubrir que el vacío, la esperanza y el silencio seguían ahí, del otro lado.
Lo mismo descubren los ineptos y entrañables delincuentes de Museo (2018), aunque su ruta de trayecto es muy distinta. Inspirada en el robo auténtico de piezas arqueológicas en la navidad de 1985, en el segundo largometraje de Ruizpalacios -premiado, como Güeros, en Berlín- la comedia juvenil utiliza los trucos del cine de atracos -y viceversa- para que sus protagonistas puedan escapar, menos de la policía que del vacío generacional que les consume. Si los personajes (d)escritos por Ruizpalacios encuentran su verdad a bordo de automóviles es porque todos, como los caracoles, llevan su hogar a cuestas.
Juan (Gael García Bernal) y Wilson (Leonardo Ortizgris), como personajes de Beckett, planean un atraco no porque necesiten dinero sino para sentir algo y encontrar algún rumbo mientras llega Godot. De alguna forma, el absurdo de su empresa semeja el limbo mexicano de los años ochenta, un país atrapado entre dos crisis económicas, un fraude electoral, un terremoto y varias devaluaciones. Podrían ser adolescentes en una película de Jarmusch o Linklater, pero también podrían ser padres de los Güeros; generacionalmente, lo son.
Los servidores de la ley armada que encontramos en Verde (2016) y Una película de policías (2021) viven también sobre ruedas que surcan las varias urbes apiñadas en la oceánica Ciudad de México. En el primero, cortometraje premiado de intensidad concentrada, un trío de alguaciles modernos cabalga a bordo de una diligencia de acero -en realidad, un búnker privado para el traslado de valores-; uno de ellos (José Luis Pérez) acaba de descubrir que será padre, una cavilación que lo separa de la charla mujeriega de sus colegas (Tenoch Huerta y Raúl Briones) para sumirlo en pensamientos ansiosos. De pronto, la oportunidad única de quebrar al sistema, robar el botín y convertirse en forajido.
También sus colegas en Una película de policías enfrentan decisiones graves con una pistola al cinto y conflictos personales en la cabeza. En un maridaje insólito de documental, testimonio, happening video-teatral y ficción policíaca, el tercer largometraje de Ruizpalacios, ganador del Oso de Plata en Berlín y seis premios Ariel, nos presenta al matrimonio de Teresa (Mónica del Carmen) y Montoya (Raúl Briones), la ‘patrulla del amor’ del cuerpo de oficiales que patrullan la Ciudad de México mientras intentan cumplir un reto doble: no llevar los problemas maritales al trabajo ni los policiales al hogar. Aunque vista con distancia, el impredecible ejercicio de Ruizpalacios se basa en diluir las fronteras entre representación y testimonio, los dispositivos formales que utiliza nos indican, poco a poco, que lo que busca es revelar la brecha evidente entre ser policía o actuar como uno, aunque tampoco oculta los paralelismos entre la vocación actoral y la policiaca: un oficial de la ley, de alguna forma, es un intérprete que encarna su propio arquetipo. El genio de Una película de policías está en revelar que del espectador podría decirse lo mismo.
En La cocina (2024) hay un doble, afortunado movimiento para el mexicano. Ruizpalacios expande su universo autoral a una dimensión mayor al tiempo que regresa a su semilla teatral y al entorno natal de Café paraíso: una cocina de alto nivel en blanco y negro, en Nueva York, en la cual trabajadores indocumentados subsisten en un limbo legal y vital que semeja una olla de presión. La tercera aparición de Briones como el cocinero Pedro encadena estos tres ensayos del cineasta sobre los trabajos de primera línea o cuello azul, la evaporación del derecho laboral y los sinsabores y paradojas de la búsqueda de libertad.